Un relato de John LeCarmel

Hasta de torturas me acusan, las tías. Con razón pegaban aquellos gritos cuando las tenía dándoles mandanga.

De abusos sexuales me acusan, las pavas. Porque dicen que “mantuve relaciones sexoafectivas” con ellas “con miras a obtener información privilegiada”, y que eso es una forma de abuso. ¿Serán cabronas, las tías? Y, ¿qué es eso de “relaciones sexoafectivas”? Joder, parece que estén haciendo una tesis de sociología, en vez de una denuncia en el juzgao. Y hasta de torturas me acusan, y qué sé yo de cuántas cosas. Torturas, dicen. Claro, torturas: con razón pegaban aquellos gritos, las jodías, cuando las tenía debajo dándoles mandanga. Y yo pensando que eran de gusto.

Sólo les ha faltado decir que yo maté a Kennedy, y que dirigía el campo de Mauthausen a ratos perdidos. Pues no les ha cogido rebote, ni nada, cuando se han enterado de que el pavo que se las ha estado zumbando durante estos tres años era un madero: con lo majo que parecía y con la cresta punkie que llevaba, y con los speechs amallorquinados que pegaba en las asambleas. Un madero, tía, un madero.

Pues sí, tías, lo soy, y a mucha honra. Un madero. Como Romero el Madero, el de la canción de los Ska-P. Uno de esos que os sacan las castañas del fuego cuando hay un atentado yihadista o un atraco con rehenes a un banco. Como los que salen en las caricaturas abertzales atados de pies y manos y a punto de ser despedazados por un aizcolari con un hacha, para troncharse de risa. Un madero como la copa de un pino, o bueno, como el tronco, más bien. Vaya, lo que viene siendo un madero.

Y que conste que yo la faena esta me la tomé desde el principio como lo que era: como un trabajo, nada más que un trabajo. Se trataba de investigar desde dentro a los grupos violentos de antisistemas para evitar que se repitiesen disturbios como los de la sentencia del Procés, en los que ardió el centro de Barcelona como si fuese un apocalipsis zombi. Que luego, con todo y con eso, volvieron a repetirse, y volvieron a tirar adoquines y volvieron a quemar las calles cuando lo del gilipollas del Pablo Hásel, y allí que estuve yo bien metido.

Que vaya, que no era que yo lo hubiese pedido, ni nada: que fue todo por encargo de “M”, como en las pelis de James Bond (“M” de Marlaska, claro). Pero sí, confieso que luego le fui tomando gustillo a la cosa. Y no porque las titis estuviesen buenas, precisamente, que las cupaires ya sabéis la pinta que tienen, y la afición esa tan suya de rascarse el sobaco y luego olisquearse los dedos a ver a qué huele, que ya te digo yo que no es a rosas precisamente. Pero bueno: que, si hace falta, un polvo se le echa a un pobre, y más si es por la Patria y por defender la Constitución y los valores democráticos y todo eso que nos enseñan en la Academia.

Y que también tiene su puntillo eso de tener a la vez una pata a cada lado de la raya; quiero decir, eso de defender la ley y a la vez pasar un poco de ella, y hacer de malo, y saber que tienes bula para hacer lo que no se debe; es un poco como hacer de Zelensky, que se pasea por todos los parlamentos de Europa denunciando los crímenes de guerra rusos en Ucrania, y a la vez se pasa por el forro los derechos humanos de la población civil en el Dommbás, y prohíbe los partidos políticos y mete a la oposición en la cárcel, o la fusila, y va de defensor de la democracia.

La competencia más seria que tuve en todo el tiempo que duró el servicio fue la de un profesor de Antropología, gordo, sesentón y calvo, que las adormecía a base de video-fórums y películas de Sam Peckinpah.

Y no es por ponerme medallas, pero que lo bordé, el trabajo. Aunque reconozco que difícil, difícil, tampoco es que me lo pusieran: Aquellas cristianas, la verdad, me dieron la impresión de llevar bastante tiempo a base de bacalao, como en Cuaresma; con razón dice la ministra Montero que el perreo es una muy buena forma de disfrutar entre compañeras feministas, y más si no tienen a mano otra cosa que llevarse a la boca.

Así que, cuando entré en la comuna –quiero decir, en la cooperativa: porque se trataba de un cine okupado que funcionaba en plan autogestionario y en el que ponían pelis y hacían charlas y le comían el tarro a la peña, bueno, a los que se acercaban, que tampoco eran tantos–, se me rifaban las chonis. Y es que es normal: yo era el único tío cachas, trabajado de gimnasio y con labia y don de gentes en kilómetros a la redonda. Allí el macho promedio era tirando a alfeñique, con cara de vegano haciendo ejercicios espirituales en un monasterio budista, o bien rechoncho, con coleta grasienta y gafas de culo de botella, de esos que se dejan las migas del cruasán incrustadas entre las teclas del portátil.

Para que os hagáis una idea: la competencia más seria que tuve en todo el tiempo que duró el servicio fue la de un profesor de Antropología de la Universidad de Barcelona, gordo, sesentón y calvo, que las adormecía a base de video-fórums y películas de Sam Peckinpah, que anda que no sabía nada el tío. Ése sí que era un pico de oro: empezaba que si Durkheim, que si esto y que si lo otro, y las dejaba con la boca abierta, y babeando: y entonces llegaba él y les metía la lengua hasta el gaznate, o lo que se dejaran, y cuando se daban cuenta ya les había bajado las bragas, a las que llevaban, claro. Vaya: que si llega a tener treinta años y treinta kilos menos, y un poco de pelusa en la azotea para dejarse una cresta iroquesa como la mía, se queda de amo del corral y a mí no me deja catar el material ni de lejos. Por suerte, el baranda éste no era del barrio, venía sólo de vez en cuando como invitado, porque él su coto de caza lo tenía por el Raval, entre el CCCB y el Forat de la Vergonya, que era donde tiraba la caña para pescar entre sus alumnas de la Facultad de Filosofía y de Historia, y así me dejaba de normal el territorio para mí solo.

Ahora me pregunta algún que otro colega que si tuve que mentalizarme mucho para meterme en el papel y que si volvería a hacerlo si otra vez me lo pidieran, y que si el jabón escasea tanto en esos ambientes como a la gente normal nos parece así visto de lejos, y cosas por el estilo. Pues mira, te lo digo: La ventaja de las casas, y de los cines, okupas, es que el olor a sobaco se disimula bastante bien con el humo de los porros, y al final el ambiente no es muy distinto del de la catedral de Santiago cuando está llena de peregrinos con los calcetines sudados dentro de las botas de trekking, y funcionando a tope el botafumeiro. Y en el Camino también se folla lo suyo, según la gente que me dice que ha hecho algún trozo.

Pero bueno, ahora que ha saltado la liebre y ha corrido mi careto por las redes, habrá que borrarse del mapa una temporada. A ver si hay suerte y “M” Marlaska me destina a proteger alguna embajada, así viajo y veo mundo. Una en el Caribe me iría de coña; o si no, a algún país nórdico, que allí los latinos somos exóticos y me lloverían las titis. Sólo espero que no me manden a la de Ucrania. Que vale que las espías rusas de las películas de James Bond suelen estar un rato buenas, y no como las cupaires perroflautas estas que yo he tenido que trincarme por el bien de la Patria; pero una cosa es tirar cuatro adoquines en la Plaza Urquinaona, aunque tengas a los Mossos delante, que total no tienen ni media hostia, y otra muy distinta vérselas con Putin y dar la cara por Camiseto Zelensky. Que ése es mucho más farsante que yo, y todos le van haciendo reverencias. Y que uno puede ser madero, pero, para para según qué cosas, más bien haría falta ser un poco alcornoque.

 

 

 

 

3 comentarios en «El primo más feo de James Bond»
  1. El Estado Español ha violado a las perroflautas indepes de flequillo y pantalón bombacho cagao. Han gastado dinero público porque al policía espía le tuvieron que suministrar un kit consistente en una segadora, tijeras de podar, papel de lija y palanqueta de minero para poder hacer tamaña felonía sexual e institucional. Mundo demente y peludo.

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