“O Colau o Maragall. Qué tiempos, cuando se presentaba Solé Tura.”

Una crónica sentimental de Marc Garrido

–Entre Guatemala y Guatepeor –dijo el Mínguez– O la Colau, o el Maragall. ¿Lo veis por qué yo ya ni voto?

El ambiente en la mesa del bar Delicias del Carmelo era de desánimo y pesimismo, a pesar de los aromáticos calamares a la romana y de la soleada mañana de domingo.

–Hombre, tampoco es eso –le contesto–. Si no votamos, renunciamos al único mecanismo de participación democrática que todavía nos queda.

–Sí, pues ya ves de lo que nos ha servido.

–Sois unos mamones que no sus enteráis. Hace más de cuatro años que os lo vengo diciendo –terció mi amigo Farragüas, sacándose un pelo de gamba de entre los dientes–. La Colau es una “sezi” infiltrada, y ya se le veía desde su época del Observatori Desc, que esta ha ido de chiringuito en chiringuito para seguir chupando del bote y no tener que dar palo al agua.

La puya iba directamente dirigida a mí, que había llegado a adherirme a Barcelona en Comú –ahora ya no hay afiliados y militantes como en los partidos de izquierdas de toda la vida: ahora lo que hay son adheridos, inscritos y simpatizantes, gente sin ningún compromiso político, que vota por internet, se forma, o deforma, por Twitter, y puede estar en dos o tres partidos a la vez porque lo mismo le da ocho que ochenta–, e incluso a ser apoderado de los colauitas en las elecciones del 2015. Y bien que me había pesado.

–Hombre, hace cuatro años no había colgado aún el lazote amarillo en el balcón del ayuntamiento, ni había hecho el paripé del 1 de Octubre. Ni teníamos ni puta idea de que acabaría cargándose el Zoo, con la excusa del animalismo.

Aquello era, quizá, lo que a mí más me había afectado de entre toda la retahíla de despropósitos de los cuatro años de mandato de Ada Colau al frente del Ayuntamiento de Barcelona (por encima, incluso, de la demagogia con los falsos presos políticos, las histriónicas faltas de respeto a otras instituciones del Estado, o la irresponsable ruptura del pacto de gobierno con los socialistas por la aplicación del 155): la aprobación de una delirante ordenanza municipal que condenaba a muerte al emblemático Zoo de Barcelona, al prohibir tanto la reproducción de animales en cautividad como los intercambios con otros zoos, con el unánime voto a favor –cómo no– de todos los partidos independentistas.

–¡Pardillo! –me espeta, a mandíbula batiente, el Farragüas. Como es colega de hace lustros, hago oídos sordos a su salida de tono.

–¿Sabéis que piensan reducir el Zoo a sólo once especies? –me desahogaba, ahora que podía– El tritón del Montseny, y no sé cuáles más. Las que tienen planes de reintroducción inmediata. El resto, aunque se estén extinguiendo, da igual: que las follen.

–Joder, es que es del Montseny, el trotón ese: un bicho nostrat, de casa nostra –Se ponía coñón, el Farragüas–. Normal que lo dejen quedarse. Y seguro que hasta le implantan una estelada en las crines o en el lomo, por ingeniería genética: pa que se note que es de la tierra.

–Es un anfibio, no un caballo –respondí de mala leche–. Un urodelo de diez centímetros, que lo tienes que mirar tres veces para verlo.

–Bueno, hay cosas peores que lo del Zoo –volvía a la carga el Mínguez–. Dijeron que iban a parar los desahucios, y sigue habiendo varios cada día.

Asentí con la cabeza. Los desahucios son un drama humano, y Barcelona se está convirtiendo en un parque temático para guiris. A los vecinos de toda la vida de barrios como Sagrada Familia o El Raval se les expulsa por las malas o por las peores, y sólo queda el runrún de los trolleys de los turistas rodando por la acera. Ante eso no cabe réplica. Pero a mí lo del Zoo me seguía jodiendo

–Pero, ¿qué coño Raval? –me corrige el Farragüas– El Chino tío, el Chino. Que las cosas tienen nombre. A ver si tú también vas a ser ahora de los que dicen “tener sexo” en vez de echar un polvo.

El Zoo es parte central de mis recuerdos infantiles, de mi postal sentimental de Barcelona. El Zoo, y el Parque Güell: aquel parque al que me llevaban mis padres los domingos por la mañana, si hacía bueno y no habían quedado con mis tíos para hacer una costellada; aquel parque que era de todos y por el que correteaban alegremente los niños de Barcelona en bicicleta, y en el que me habían hecho una foto en blanco y negro a los siete u ocho años, tocado con sombrero de “sheriff” y montado en un caballito de cartón-piedra, pero al que ahora sólo se podía acceder pagando y tras apuntarse por internet a una larga lista de espera.

          Aquello era, quizá, lo que a mí más me había afectado de todos los despropósitos de Ada Colau al frente del Ayuntamiento: la aprobación de una delirante ordenanza municipal que condenaba a muerte al emblemático Zoo de Barcelona.

Y es que Barcelona es cada vez menos Barcelona. Aunque toda la culpa no es de la Colau, claro; las extirpaciones de recuerdos ya habían empezado mucho antes, cuando las Olimpiadas de Maragall –el hermano, no el de ahora– se llevaron por delante el Somorrostro, el Camp de la Bota y los chiringuitos de la Barceloneta, aunque a cambio nos dejaran unas cuantas playas nadables y algún nuevo barrio para pijos –ahora ya empezaban a serlo todos– que no se empezó a llenar hasta al cabo de algunos años. Hasta las antiguas barracas del Barrio de los Cañones –que habían estado bien cerca de donde estábamos, ahora, tomándonos el vermutito–, patria de quinquis y pijoapartes marsetianos, habían dejado paso a una agradable zona arbolada, y los imponentes restos de los bunkers antiaéreos de la Guerra Civil se veían ahora invadidos todas las tardes por inimaginables manadas de turistas rubicundos, con alpargatas de marca y pieles enrojecidas por el sol del Paseo de Gracia, y de adolescentes reggaetoneros en busca de juerga de botellón barato.

–Pero, de todos modos, no hay más cera que la que arde: o gobierna la Colau, que es una indepe camuflada, o gobierna el Maragall, que quiere convertir Barcelona en capital de la República Imaginaria, y que fue nefasto como Conseller de Educación cuando lo del Tripartito –recapitulé tratando de volver a la ecuanimidad, que no a la equidistancia.

–Lo mismo me da, que me da lo mismo –me rebatió otra vez el Farragüas–. Esta, en cuanto el pringao del Valls le regale sus tres o cuatro concejales, volverá a colgarnos del balcón el puto lazo amarillo y a poner de fachas p’arriba a los jueces del Supremo. ¡Al tiempo!

El debate me estaba agriando la mañana y el estómago amagaba con colapsarse entre los calamares, las cervezas y las gambas. Hay temas que dan acidez de estómago y al final uno no gana para Omeprazoles. Barcelona está condenada a ser gobernada por lo peor o por lo menos peor, que uno ya no sabe si decir lo menos malo. Qué tiempos, aquellos en los que la izquierda podía presentar a candidatos de la talla de un Solé Tura.

Amenazaba ya con engullirme el monstruo de la nostalgia y la amargura, la sempiterna milonga de lo que pudo ser y no fue, cuando mis amigos me sacaron del ensimismamiento señalando a unas guiris en pantalones cortos (de esos modernos de ahora, que dejan fuera medio cachete para que se vea que no hay relleno) que se dirigían hacia los búnkeres, con las pamelas y todo el equipo.

–Qué, ¿vamos un rato a hacer de guías turísticos, a ver si les desmontamos el relato autocomplaciente que ha montado el Ayuntamiento sobre el Carmelo?

–No me jodas, Farragüas, que no tengo el chichi pa farolillos –intenté protestar, mientras los otros dos me arrastraban y el Mínguez gritaba al camarero:

–Ahora venimos, Manolo.

Y para allá que nos fuimos, montaña arriba. Que nunca es tarde si la dicha es buena.

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